Invitada a la reflexión, quiero decir que siento profundamente la dualidad de este lugar. Por un lado, está el Yumbel visible – el de las guitarras que suenan con rancheras en las tardes, el de los peregrinos que llegan cada 20 de enero a venerar a San Sebastián, el de las calles tranquilas donde todos nos conocemos.
Pero hay otro Yumbel que late bajo nuestros pies. Cuando camino por estos cerros, especialmente al atardecer, puedo sentir el peso de la historia no contada. Esta tierra fue testigo de encuentros y desencuentros entre dos mundos: el mapuche y el español. A veces, cuando escribo mirando hacia los cerros, me pregunto cuántas historias guardan estas tierras de los parlamentos, de las batallas, de los acuerdos y desacuerdos que forjaron lo que somos hoy.
La modernidad nos ha hecho olvidar que pisamos un suelo sagrado, un territorio que fue crucial en el encuentro entre dos civilizaciones. Las rancheras han reemplazado al kultrun, y aunque San Sebastián es venerado con fervor, pocos recuerdan que este mismo suelo fue testigo de ceremonias mapuches mucho antes.
La tierra tiene memoria. La tierra no olvida, aunque nosotros lo hagamos. Aquí en Yumbel, cada amanecer trae consigo ecos de un pasado que yace bajo nuestros pies, historias que susurran entre los árboles antiguos y se deslizan con las aguas del río Claro, testigo silencioso de encuentros y desencuentros entre dos mundos.
Mientras observo desde mi ventana las procesiones a San Sebastián, pienso en las otras procesiones, aquellas que hace siglos transitaron estos mismos senderos. Los mapuches, guardianes ancestrales de esta tierra, y los españoles, recién llegados con sus cruces y espadas, escribieron aquí una historia de sangre y entendimiento, de guerra y de paz. Sus huellas permanecen invisibles pero indelebles, como tatuajes en la piel de nuestra tierra.
¿Cuántos de nosotros, habitantes de este pueblo que hoy tararea rancheras y celebramos festividades católicas, recordamos que estas mismas colinas fueron escenario de parlamentos donde dos mundos intentaron encontrarse? La modernidad nos ha vuelto sordos a las voces del viento, ciegos a los mensajes que la tierra nos envía en cada brote, en cada lluvia, en cada atardecer.
Pero la memoria persiste, obstinada. Está en el nombre mapuche de nuestros ríos, en las hierbas medicinales que nuestras abuelas aún reconocen, en los rostros de nuestra gente que mezcla rasgos de ambos mundos. Está en la forma en que el Sol se pone tras los cerros, el mismo Sol que iluminó aquellos encuentros históricos, aquellas batallas, aquellos acuerdos.
Es tiempo de volver a escuchar. De detenernos en medio de nuestro ajetreo diario y sentir el pulso de la historia bajo nuestros pies. De reconocer que la sangre derramada en estas tierras no es española ni mapuche: es nuestra. Los pactos sellados aquí no son letra muerta en libros de historia: son promesas vivas que esperan ser recordadas y honradas.
Porque solo cuando reconozcamos esta herencia dual, cuando abracemos tanto la santidad de San Sebastián como la sabiduría ancestral del pueblo mapuche, podremos comprender quiénes somos realmente. Solo entonces podremos construir un futuro que no niegue ninguna de nuestras raíces, que no silencie ninguna de nuestras voces.
La tierra tiene memoria. Y nosotros, sus hijos, tenemos la responsabilidad de escucharla, de mantener viva su relación, de transmitirla a las nuevas generaciones. Porque en esa memoria compartida está la clave de nuestra identidad, el secreto de nuestra pertenencia, la promesa de nuestro futuro.