En tiempos donde las urgencias apagan los sueños, verbalizar lo que anhelamos para nuestra tierra es un acto de siembra profunda. El fogón nos llama. Nombrar es crear. Yumbel, con su historia de resistencia, de fuego y renacimiento, merece que la nombremos desde el amor y no desde el olvido. Porque lo que no se dice, se desvanece; y lo que se nombra, resiste.
Reunirnos a conversar no es un lujo, es un gesto de dignidad ancestral. Sentarse en torno al fogón, al mate, a la mesa de la junta de vecinos, es reconocernos en la mirada del otro. Lo decía Humberto Maturana: «La realidad que construimos es fruto del lenguaje y de la emoción que lo sostiene.” Y si la emoción que nos une es el cuidado, entonces el lenguaje debe florecer en ternura y responsabilidad.

Gastón Soublett que partió hace unos días, nos recordó que la cultura popular es portadora de una sabiduría silenciosa, profundamente humana, que ha sido marginada por la prisa del progreso. En Yumbel, esa sabiduría sigue viva en las manos que siembran, en las vecinas que se organizan, en los niños que juegan bajo el alero del viento. Lo comunitario no es una alternativa, es nuestra raíz.
Nos necesitamos. Para construir, para sanar, para imaginar futuros que no repitan los errores del pasado. Y es en esa necesidad mutua donde el lenguaje encuentra su poder transformador. Decir “nos duele”, “queremos”, “soñamos” es también decir “aquí estamos, aún vivos, aún posibles”.
Que no nos roben las palabras. Que no nos callen el deseo. Porque cada conversación honesta es un ladrillo en la casa común. Porque cada idea compartida es una semilla que puede volver a florecer. Y porque cuando hablamos desde el alma, la tierra escucha. Yumbel escucha. Y nos devuelve, generosa, la esperanza.
