Señor Director, me dirijo a ustedes en mi calidad de víctima y sobreviviente de la represión y la
dictadura que asolaron mi país en la década de los 70s. Por haber sobrevivido a
las prácticas de un régimen que violó los derechos humanos, y hoy exijo mi
derecho a ser escuchada en calidad de víctima de tortura y prisión política. Para muchos septiembre es un mes para celebrar.
Durante años, el miedo, la vergüenza y el temor a la burla me impidieron buscar el
reconocimiento oficial. El silencio me parecía más seguro que el riesgo de que mi
historia cayera en las manos equivocadas.
Todo comenzó de manera abrupta, un día que cambió el curso de nuestra
existencia. En septiembre del 73, el ambiente estaba cargado de tensión, las
noticias de un golpe de Estado inminente se difundían por la radio, y nuestra rutina
familiar se detuvo. Los días que siguieron fueron de terror e incertidumbre.
Hombres armados irrumpieron en nuestro hogar, apuntándonos con sus
metralletas sin distinguir a niños o ancianos, revisando cada rincón de nuestra
casa. La presencia policial se volvió una constante.
Un día, mientras me preparaba para una celebración familiar, fui detenida. Me
sacaron de mi casa frente a mis seres queridos, esposada, sin dar explicaciones.
Me llevaron a un lugar donde el miedo y la humillación eran las únicas reglas. Fui
interrogada, obligada a desvestirme, sometida a vejámenes indescriptibles. La
angustia se apoderó de mí, y creí que sería el fin.
Junto a mi hermana, fui trasladada de un centro de detención a otro, en un viaje
que se sintió eterno. En el trayecto, un bus lleno de personas con historias
similares, profesores, amigos, vecinos, presenciamos escenas de degradación
humana en las calles. Al llegar a la Puerta de Los Leones, el panorama era
desolador: vimos cuerpos golpeados, rostros desfigurados y la crueldad más
absoluta. Fuimos testigos de la tortura, del dolor ajeno y de la constante amenaza
de que seríamos las siguientes.

A mis 20 años, fui objeto de burlas y tratos denigrantes por parte de nuestros
captores. Los lamentos y los gritos de los otros detenidos se volvieron la banda
sonora de nuestras noches, una melodía de terror que me persigue hasta hoy.
Pasamos por diferentes centros de detención, conociendo a otros prisioneros,
viendo el horror en sus ojos. En un gimnasio, lleno de cientos de personas,
escuché los cargos ridículos que me imputaban: ser líder de guerrilla. Era una
calumnia, una acusación absurda para justificar la represión.
Felizmente, después de días de pesadilla, nos liberaron, a mí y a mi hermana. Nos
dieron un salvoconducto y nos dejaron en la calle, desorientadas y aterrorizadas.
Al regresar a la Estación, la noticia de nuestra liberación era un milagro, ya que
muchos no tuvieron la misma suerte. Algunos de los que estuvieron con nosotros
nunca más volvieron.
A pesar de todo, el recuerdo de esos días permanece. Este relato es la prueba de
que el silencio no puede borrar lo vivido, y el reconocimiento de mi historia es un
acto de justicia no solo para mí, sino para todas las víctimas que siguen
esperando.
Una sobreviviente de 72 años.
